Capítulo II

En aquella mañana descrita, cuando recién se levantaba el sol de su tenebroso lecho, haciendo brincar, a su vez, al ave y a la flor, para saludarle con el vasallaje de su amor y gratitud, cruzaba la plaza un labrador arreando su yunta de bueyes, cargado de los arreos de labranza y la provisión alimenticia del día. Un yugo, una picana y una coyunta de cuero para el trabajo, la tradicional chuspa tejida de colores, con las hojas de coca y los bollos de llipta para el desayuno.

Al pasar por la puerta del templo, se sacó reverente la monterilla franjeada, murmurando algo semejante a una invocación: y siguió su camino, pero, volviendo la cabeza de trecho en trecho, mirando entristecido la choza de la cual se alejaba.

¿Eran el temor o la duda, el amor o la esperanza, los que agitaban su alma en aquellos momentos?

Bien claro se notaba su honda impresión.

En la tapia de piedras que se levanta al lado sur de la plaza, asomó una cabeza, que, con la ligereza del zorro, volvió a esconderse detrás de las piedras, aunque no sin dejar conocer la cabeza bien modelada de una mujer, cuyos cabellos negros, largos y lacios, estaban separados en dos crenchas, sirviendo de marco al busto hermoso de tez algo cobriza, donde resaltaban las mejillas coloreadas de tinte rojo, sobresaliendo aún más en los lugares en que el tejido capilar era abundante.

Apenas húbose perdido el labrador en la lejana ladera de Cañas, la cabeza escondida detrás de las tapias tomó cuerpo saltando a este lado. Era una mujer rozagante por su edad, y notable por su belleza peruana. Bien contados tendría treinta años, pero su frescura ostentaba veintiocho primaveras a lo sumo. Estaba vestida con una pollerita flotante de bayeta azul oscuro y un corpiño de pana café, adornado al cuello y bocamangas con franjas de plata falsa y botones de hueso, ceñía su talle.

Sacudió lo mejor que pudo la tierra barrosa que cayó sobre su ropa al brincar la tapia y en seguida se dirigió a una casita blanquecina cubierta de tejados, en cuya puerta se encontraba una joven, graciosamente vestida con una bata de granadina color plomo, con blondas de encaje, cerrada por botonadura de concha de perla, que no era otra que la señora Lucía, esposa de don Fernando Marín, que había ido a establecerse temporalmente en el campo.

La recién llegada habló sin preámbulos a Lucía y le dijo:

—En nombre de la Virgen, señoracha, ampara el día de hoy a toda una familia desgraciada. Ese que ha ido al campo cargado con las cacharpas del trabajo, y que pasó junto a ti, es Juan Yupanqui, mi marido, padre de dos muchachitas. ¡Ay señoracha!, él ha salido llevando el corazón medio muerto, porque sabe que hoy será la visita del reparto, y como el cacique hace la faena del sembrío de cebada, tampoco puede esconderse porque a más del encierro sufriría la multa de ocho reales por la falla, y nosotros no tenemos plata. Yo me quedé llorando cerca de Rosacha que duerme junto al fogón de la choza y de repente mi corazón me ha dicho que tú eres buena; y sin que sepa Juan vengo a implorar tu socorro, por la Virgen, señoracha, ¡ay, ay!

Las lágrimas fueron el final de aquella demanda, que dejó entre misterios a Lucía, pues residiendo pocos meses en el lugar, ignoraba las costumbres y no apreciaba en su verdadero punto la fuerza de las cuitas de la pobre mujer, que desde luego despertaba su curiosidad.

Era preciso ver de cerca aquellas desheredadas criaturas, y escuchar de sus labios, en su expresivo idioma, el relato de su actualidad, para explicarse la simpatía que brota sin sentirlo en los corazones nobles, y cómo se llega a ser parte en el dolor, aun cuando sólo el interés del estudio motive la observación de costumbres que la mayoría de peruanos ignoran y, que lamenta un reducido número de personas.

En Lucía era general la bondad, y creciendo desde el primer momento el interés despertado por las palabras que acababa de oír, preguntó:

— ¿Y quién eres tú?

—Soy Marcela, señoracha, la mujer de Juan Yupanqui, pobre y desamparada —contestó la mujer secándose los ojos con la bocamanga del jubón o corpiño.

Lucía púsole la mano sobre el hombro con ademán cariñoso, invitándola a pasar y tomar descanso en el asiento de piedras que existe en el jardín de la casa blanca.

—Siéntate, Marcela, enjuga tus lágrimas que enturbian el cielo de tu mirada, y, hablemos con calma —dijo Lucía, vivamente interesada en conocer a fondo las costumbres de los indios.

Marcela calmó su dolor, y, acaso con la esperanza de su salvación, respondió con minucioso afán al interrogatorio de Lucía y fue cobrando confianza tal, que la habría contado hasta sus acciones reprensibles, hasta esos pensamientos malos, que en la humanidad son la exhalación de los gérmenes viciosos. Por eso en dulce expansión le dijo:

—Como tú no eres de aquí, niñay, no sabes los martirios que pasamos con el cobrador, el cacique y el tata cura, ¡ay!, ¡ay! ¿Por qué no nos llevó la Peste a todos nosotros, que ya dormiríamos en la tierra?

—¿Y por qué te confundes, pobre Marcela? —interrumpió Lucía—. Habrá remedio; eres madre y el corazón de las madres vive en una sola tantas vidas como hijos tiene.

—Sí, niñay —replicó Marcela—, tú tienes la cara de la Virgen a quien rezamos el Alabado y por eso vengo a pedirle. Yo quiero salvar a mi marido. Él me ha dicho al salir: «Uno de estos días he de arrojarme al río porque ya no puedo con mi vida, y quisiera matarte a ti antes de entregar mi cuerpo al agua», y ya tú ves, señoracha, que esto es desvarío.

—Es pensamiento culpable, es locura, ¡pobre Juan! —dijo Lucía con pena, y dirigiendo una mirada escudriñadora a su interlocutora, continuó—: Y ¿qué es lo más urgente de hoy? Habla, Marcela, como si hablases contigo misma.

—El año pasado —repuso la india con palabra franca—, nos dejaron en la choza diez pesos para dos quintales de lana. Ese dinero lo gastamos en la Feria comprando estas cosas que llevo puestas, porque Juan dijo que reuniríamos en el año vellón a vellón, mas esto no nos ha sido posible por las faenas, donde trabaja sin socorro; y porque muerta mi suegra en Navidad, el tata cura nos embargó nuestra cosecha de papas por el entierro y los rezos. Ahora tengo que entrar de mita a la casa parroquial, dejando mi choza y mis hijas, y mientras voy, ¿quién sabe si Juan delira y muere? ¡Quién sabe también la suerte que a mí me espera, porque las mujeres que entran de mita salen… mirando al suelo!

—¡Basta!, no me cuentes más —interrumpió Lucía, espantada por la gradación que iba tomando el relato de Marcela, cuyas últimas palabras alarmaron a la candorosa paloma, que en los seres civilizados no encontraba más que monstruos de codicia y aun de lujuria.

—Hoy mismo hablaré con el gobernador y con el cura, y tal vez mañana quedarás contenta —prometió la esposa de don Fernando, y agregó como despidiendo a Marcela—: Anda ahora a cuidar de tus hijas, y cuando vuelva Juan tranquilízalo, cuéntale que has hablado conmigo, y dile que venga a verme.

La india, por su parte, suspiraba satisfecha por primera vez en su vida.

Es tan solemne la situación del que en la suprema desgracia encuentra una mano generosa que le preste apoyo, que el corazón no sabe si bañar de lágrimas o cubrir de besos la mano cariñosa que le alargan, o sólo prorrumpir en gritos de bendición. Eso pasaba en aquellos momentos en el corazón de Marcela.

Los que ejercitan el bien con el desgraciado no pueden medir nunca la magnitud de una sola palabra de bondad, una sonrisa de dulzura que para el caído, para el infeliz, es como el rayo de sol que vuelve la vida a los miembros entumecidos por el hielo de la desgracia.